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Dedicado a mi primera Maestra de Pintura, Lola (María Dolores) Muñoz de la Riva. Ella, nacida en los años 80 del siglo XIX y yo, en los 70 del XX enlazamos nuestras vidas, una, en sus finales y la otra, en sus inicios. Lola era la única hija del pintor e ilustrador Domingo Muñoz y de la pintora Mª Luisa de la Riva y Callol-Muñoz, considerada ésta una de las artistas españolas más importantes del s. XIX, por su proyección internacional, y con obra expuesta en el Museo del Prado. Desde mi humilde y absolutamente subjetiva opinión, Lola superó a sus padres en calidad y sensibilidad, sin embargo, pasó prácticamente desapercibida por el siglo XX y, desde luego, olvidada en las redes del siglo XXI.
Lola vivió a caballo entre París y Madrid, expuso en ambas ciudades y vivía de los retratos de encargo y de sus maravillosos cuadros de flores. Muchas veces me he preguntado si quien tenga un cuadro de Dolores Muñoz de la Riva sabrá que tiene un tesoro incalculable. Lola conservó desde su juventud el amor por las lilas -la flor de moda a principios del siglo XX-; su independencia y su libertad -no se casó nunca y vivió siempre de su pintura y de sus clases en su casa-estudio en la calle Monte Esquinza, 11-. Desafió silenciosamente las normas y ganó. La casa de Lola era mágica, era un portal al arte y la bohemia del siglo XIX: los libros, las esculturas y obras de arte, su decoración, su jabón de lilas, el teléfono negro de pared más antiguo que yo había visto jamás, los jarrones con flores esperando ser pintados, y un gato gigantesco que se paseaba a sus anchas por todos los rincones...
Lola se acercaba lentamente a centenaria mientras yo corría a cumplir los 8, 9, 10, 11 años. Le temblaba el pulso al coger el carboncillo pero mágicamente controlaba el temblor al dar el trazo. Siempre paciente, era tremendamente cariñosa y motivadora conmigo y yo me sentía abrumada y agradecida por que una artista como ella, de su nivel, con una vida tan larga y seguramente intensa, me aceptase a mí, una cría nada especial, como alumna suya. A pesar de los mundos que nos separaban algo nació entre nosotras... Un día (demasiado pronto para mí, no para Lola) ya no tuvo fuerzas para levantarse de la cama: las últimas tardes cruzaba Madrid con mi padre para pasar un ratito a su lado, y así, calladita, le cogía la mano. Nunca olvidaré los reflejos lilas de su pelo blanco, el más bonito que he visto en mi vida. Todas las flores que pinto, son para ella.